Se forja el maestro
Por Astrid Barnet
Abrumado por tantísimos hechos y experiencias muy íntimas que le continuaban ocupando su mente y, al mismo tiempo, le iban conformando una madurez y espíritu indoblegables, aquel poeta y futuro maestro asistía al conocimiento, comunicación y, ante todo, apertura cultural, de otras gentes, de otros pueblos, no tan distintos como los de la tierra que le vio nacer y que, por pensamientos dignos y justicieros de su escritura y encendido verbo, le forzaron, en su vida adolescente, a arrastrar —siendo el número 113 de la Primera Brigada de Blancos en las canteras de San Lázaro—, grillete al pie y cadena a la cintura, y a ver su piel herida producto de un humillante presidio político. En ese entonces tenía tan solo 17 años de edad.
Luego de cinco meses de prisión, enfermo, es indultado primero y deportado meses después a la región española de Cádiz.
En carta a su maestro Rafael María de Mendive, le expresa: “He sufrido mucho, pero tengo la convicción de que he sabido sufrir”.
Transcurría el año 1871, y vive en una buhardilla, de una casa de huéspedes; matricula en la Universidad Central de Madrid, pero continúa enfermo de una lesión interna que le dejara el presidio; lo atormentan la soledad, el recuerdo de las canteras, de su hogar, de su lejana patria. Escribe cartas, artículos y edita un folleto: El presidio político en Cuba.
El 30 de junio de 1874 rinde el primero de sus exámenes de grado en la Universidad Real de Zaragoza: la licenciatura de Derecho. Y el 24 de octubre del mismo año obtiene, con las mejores calificaciones, la de Filosofía y Letras. Escribe, además, el drama Adúltera.
En diciembre, parte rumbo a Francia. En París conoce a Víctor Hugo, visita el cementerio de Père Lachaise y las tumbas de los grandes del pasado: Abelardo y Eloísa. Luego embarca rumbo a México, con escala en Nueva York, donde descubre el rápido crecimiento y desarrollo de una nueva metrópoli, de otro nuevo imperio, los Estados Unidos de América, muy diferente al español, pero mucho más peligroso y enajenante debido a su indescriptible y violento expansionismo por otras tierras fuera de sus fronteras.
En febrero de 1875 llega a la nación azteca, gracias a la ayuda y generosidad de su amigo Manuel Mercado, secretario del Gobierno federal y senador de la República, quien enseguida lo recomienda como periodista en la Revista Universal. En ella trabaja en la confección de unos boletines de actualidad, política y arte, que firma Orestes.
En México es reconocida su labor como eminente periodista, poeta, traductor, cronista de política, teatro y arte; estrena su obra teatral Amor con amor se paga, y conoce a la que después habría de ser su esposa, la cubana Carmen Zayas Bazán.
En diciembre de 1876 parte a La Habana, con pasaporte mexicano a nombre de Julián Pérez, a solicitar cartas de recomendación que lo acrediten en Guatemala.
Así, a su llegada al país centroamericano ya había cruzado por innumerables circunstancias personales generalmente angustiosas, pero decisivas en su forja de principios como hombre y como revolucionario para todos los tiempos, y que le prodigaron el conocimiento y trato de figuras dentro de lo más selecto del mundo de las artes, las letras y la política. Al respecto y, en especial, dentro del contexto del conocimiento sobre las oligarquías latinoamericanas y de su cruenta y secular batalla contra las numerosas y explotadas comunidades indígenas, únicas y verdaderas representantes de las culturas originarias de este otro lado del mundo.
Todos, hechos y acontecimientos que contribuyen a esculpir aún más el aleccionador carácter del joven Martí, a hacerlo aún más recio y firme con el transcurrir del tiempo, y a dar rienda suelta a su alma poética, a su inmenso corazón que algunos todavía llaman de estirpe romántica y otros de “ingrediente modernista” para las letras hispanas, que él bien supo crear y desarrollar.
Martí en Guatemala
Era el año 1877. José María Izaguirre, un cubano distinguido, antiguo maestro bayamés —expatriado a la nación centroamericana tras una breve ejecutoria insurrecta—, es director de la Escuela Normal de Ciudad de Guatemala.
Con 24 años de edad, Martí había escuchado en México acerca del éxito alcanzado por su compatriota en la República vecina, y al llegar a Guatemala acudió, casi con el polvo del camino, a solicitar de Izaguirre un empleo de maestro. El bayamés le apreció “el porte decente y simpático, la manera de expresarse fácil y agradable”. Y recordó haber leído el folleto del presidio. No hacía falta más, Martí quedó adscripto al claustro de la Normal, encargado de los cursos de Historia y de Literatura.
La voz martiana de singular oratoria se deja escuchar en las actividades de la Sociedad El Porvenir, cuyos asistentes le calificaron como el Doctor Torrente. Sin embargo, a veces, hablando con Izaguirre o con el poeta José Joaquín Palma —quien fuese ayudante de Carlos Manuel de Céspedes en la manigua—, tiene el joven Martí bruscos y agitados silencios, como si una tentación o un reproche superior a las palabras le avasallara súbitamente.
Para escapar un poco de sí mismo frecuenta las casas amigas de la gente liberal, donde halla “la faz seductora de la vida guatemalteca. El amor puro, la hospitalidad amable, la confianza histórica, la familia honrada”.
La casa que más visita es la del general García Granados. Hombre de estirpe hidalga y de ideas renovadoras, quien gusta de la buena conversación, y del ajedrez, que “a Martí no se le da del todo mal”.
El cubano ha hecho también excelente relación con la esposa del general, con los sobrinos, con las niñas, en especial María, la hija mayor, alumna suya en la Escuela Normal.
En relación con aquella, a quien el poeta le ha descubierto “un amor dormido en la mirada espléndida y suave”, los versos escritos en su álbum dicen otras cosas galantes. Entonces, ¿por qué en casa del general y de su familia nunca habló —excepto a Izaguirre y a Palma— de su novia Carmen, en espera en México para contraer matrimonio? ¿No se percató desde un inicio de los sentimientos de la joven, o simplemente le reconfortaba sentirse pleno en un hogar donde le demostraban sincero afecto, y donde desaparecía todo vestigio de su infinita soledad?
Pero un día creyó adivinar. María le había pedido nuevos versos, no para su álbum de visitas que todos veían, sino para ella sola... En el largo poema que aquella noche le compuso, existía una clásica esquivez: “Versos pides a la amistad, y a ti va alegre mi canción de hermano. ¡Cuán otro el canto fuera, si en hebras de tu trenza se tañera!”.
Intuyó ella lo que no comprendía, y cuando él quiso tomarle la mano en pacto de amistad, se llevó la joven bruscamente el pañuelo a los ojos y se fugó del mirador al interior de la casa.
Días después la joven se entera por su padre del inminente viaje del poeta a México y de su objetivo fundamental.
A Martí le invadió un sentimiento agudo y piadoso de responsabilidad. Sin embargo, en sus cartas a Mercado admitía su voluntad de “hacer gran hogar de alma a la mártir voluntaria que viene a vivir a él”, y cómo con ese matrimonio aseguraba “nuestra más querida paz; si no la trajera a mi lado, textualmente moriría”. Pero ciertos versos suyos en el álbum de María confesaban que más de una vez hubiera querido “colgarle al cuello esclavos los amores”.
¿Confusión espiritual? ¿Equívoco entre ilusiones y actitudes? ¿Se reprochaba a sí mismo el daño que, quizás, no supo, ni pudo evitar?
Lo cierto es que la víspera de su partida a México, Martí fue a despedirse del general y de su familia. Allí estaba María, quien, con cierta angustia y en un aparte fugaz, le obsequió al poeta una hermosa almohadilla de olor bordada, diciéndole en voz baja: “Guárdela, Pepe… Da buena suerte”. Como agradecimiento, Martí la besó en la frente.
Antes de marcharse, concluyó “su escrito-elogio de Guatemala con un puñado de páginas amorosas”, las que fueron llevadas a la imprenta por un amigo guatemalteco (Uriarte), para la conclusión de un folleto, el que fue un acontecimiento en todo el país. En él, Martí no solo describía a la tierra de selvas y volcanes, “donde los cafetales ponían a trechos su propio acento, y al quetzal, símbolo de la América indómita”, sino también el sentimiento y hospitalidad de ese maravilloso pueblo y, ante todo, del indio para el que “¡América está destinada a vivificarlo y calentarlo todo!”. Tras su publicación, según historiadores, nunca antes la República centroamericana se vio tan fervorosamente representada.
Era diciembre de 1877, y su licencia concluyó con las vacaciones de Navidad para estar de vuelta al año siguiente en sus labores como profesor en la Escuela Normal de Guatemala.
Por tanto, su matrimonio con Carmen tuvo ambiente festivo en la casa del gran amigo mexicano Manuel Mercado, donde se congregó lo mejor de las letras de ese país. Carmen recibió como obsequio un magnífico álbum repleto de cumplidos y de votos poéticos de por vida en su matrimonio.
La pareja arriba a Guatemala los primeros días de 1878. No tardó el general García Granados en visitar el hogar de ambos para darles la bienvenida, no sin antes justificar que “María no se hallaba bien del todo para venir a verlos. Una tarde de sol se había metido en el río, y desde entonces le venían dando unas fiebres: locuras de gente joven —comentaba el veterano—. A ver cuándo irían por allá para que las niñas conocieran a la guapa cubana”.
A los pocos días, Izaguirre trajo la noticia a Martí sobre la gravedad de la joven. El poeta, angustiado, dudó si ir a verla… A la mañana siguiente doblaban las campanas de las iglesias. Fue entonces que ya, tardíamente, la vio en la “gran bóveda helada” y, observado por cientos de miradas llorosas, se acercó “a la caja blanca de seda y le besó a la muerta la mano afilada”.
Guatemala entera se echó a la calle para presenciar el entierro de la “hija del general”. Cuando el sepelio concluyó, Martí, Izaguirre y José Joaquín Palma partieron en silencio. Carmen nunca comprendió la razón por la cual su esposo había regresado al hogar tan afectado por aquel duelo ajeno.
Y es que ya el poeta concebía los versos evocadores de “La niña de Guatemala”.
El poeta nunca olvidó que Guatemala, su maravillosa naturaleza y pueblo, le acogieron con sincera gratitud y amor, además de brindarle hogar y de hacerlo maestro, que era “hacerlo creador, y donde halló verdadero campo para su inmensa impaciencia americana”.
Impaciencia americana que le convocaría, poco tiempo después, a la adopción de un proyecto independentista de unidad y de lucha popular anticolonial, y que lo realzaría además como visionario del peligro para la América toda del surgimiento de otro imperio expansionista y explotador.
(Tomado de la Revista de cultura La Jiribilla)